Cultura

Las primas de Villaguay

Por Carolina Bugnone

El 83 IV

De un día para el otro, dejó de ser obligatorio llevar medias tres cuartos azules a la escuela. Así que me puse, precisamente, un par multicolor debajo de los guillermina azules, sobre mis piernas-huesos y el guardapolvo blanco.

Blandía esas medias como banderas de la libertad, en casa estaban orgullosos de mi pequeño acto reivindicativo.

Walburga Frida, la regente de la escuela, un día las detectó.

Bajó sus ojos pequeños y opacos como su existencia hasta mis pies, y sin mover un solo músculo de su vetusta cara, me habló. Con el rictus de la herencia alemana que llevaba en el cuerpo y los gestos, me dijo “Esas medias no son azules”. La miré atónita, envuelta en una sensación indefinida, bajé la mirada, tragué saliva y me fui sin decir nada.

El miedo seguía operando, siguió operando hasta mucho tiempo después.

Mi mamá, morena y vivaz, muy lejos de aquellos rictus germanos, encendió sus ojos cuando le conté lo sucedido.

“Si tiene algún problema que venga a hablar conmigo”, sentenció.

No volví a usar las tres cuartos azules.

No volví a respetar en lo íntimo, en lo íntimo que se puede tener a los nueve años, a Walburga Frida.

Las primas de Villaguay VII

Me encantaba quedarme a dormir en lo de las primas, sobre todo en la primera casa que tuvieron cuando pasaron del campo al pueblo.

Lo que más me gustaba era la idea de meter los dedos en el ventilador prendido. Mirar fijo el aparato con el viento tibio sobre la frente y los ojos, acercar el dedo índice hasta una distancia de un milímetro de las paletas giratorias y dejarlo unos minutos cerquita. Quedarme parada frente a él expectante, como aguanta un alcohólico en su primer día de abstinencia frente al vaso de vino.

En casa de las primas era lindo ayudar a poner y sacar la mesa, barrer, ordenar, todo lo que no nos gustaba hacer en casa. Cuando me iban a buscar después de un par de días, la tía le decía a mamá “No vieras lo bien que se portó, cómo ayudó”.

Pero había más: con las primas jugábamos frente a la zanja que abría la calle sobre la que estaba la casa, con cuidado de no caernos, tentadas. Nada más emocionante que amagar con tirarse, caminar por el borde saltando como ranas, batiendo los brazos a los costados y cantando a los gritos.

Jugar cerca de la caída siempre nos llamó la atención.

El crucifijo

En La Casita de la isla, en la pieza de atrás donde dormíamos los chicos cuando nos quedábamos con los abuelos, había un crucifijo.

Tata y Búa eran tan católicos como para tener en esa habitación un tenebroso crucifijo, enorme, oscuro y brillante, con un Cristo hiperrealista. Las espinas clavadas en la frente, la cara de dolor, las venas marcadas de los brazos y las piernas. Gigante.

¿En qué se parecía eso al “ama a tu prójimo como a tí mismo”? Creíamos en Dios, en Cristo y en ser buenas personas. Creíamos en dar una mano al que lo necesitaba. El Tata era un militante de la generosidad, alimentaba a cuanto nene pobre veía en la calle, prestaba dinero a gente que nunca se lo devolvería.

¿Pero qué tenía que ver ser bueno con esa cruz atemorizante?

Observar esa figura de dolor, a oscuras, bajo el ruido de las chicharras, no contribuía a conciliar el sueño. Más bien alimentaba el susto nocturno, el recuerdo de películas de terror, el invento de una historia donde la cruz se tornaba un asesino inesperado. O sus ojos de repente se encendían, o su boca se abría y le brotaba sangre.

Era difícil dormirse en La Casita.

Era difícil conjugar la bondad del Tata, del Tata Dios, con el miedo.

Era difícil unir los ojos suaves del abuelo con el terror de esa cruz.

Era difícil, pero amor y terror era una mezcla en la que crecíamos.

(*) Fragmento de la novela Las primas de Villaguay de Carolina Bugnone que integra la colección Islas para naufragar del sello Peces de ciudad. El libro se presentará en Mar del Plata el domingo 22 a las 19 en Tu Madre bar (Alvarado esquina Tucumán).

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